AHÍ la tienes.
Más segura que tú, que balbuceas
delante de su aplomo.
Más exacta que tú, que desconfías
de ti
como un arquero viejo.
Palmera solitaria (fragmento).
Antonio Cabrera (2016). Corteza de Abedul. Tusquets Editores. Marginales 293
Han pasado 25 años de aquel día, pero cómo olvidarlo. Aquellos fueron meses intensos y difíciles, sin saber aún que la intensidad y la dificultad aumentarían en los años siguientes. Pero días como aquel con gente como aquella ayudaron muchísimo a no caer, a llegar a puerto. Nada como buscar un buen apoyo cuando las piernas fallan, aunque ellos no supieran nunca que fueron muletas. Y en aquellos años de estudiante de Biología, fallaron mucho.
Recuerdo la sorpresa, la emoción, la tensión incluso de aquel instante. Acabábamos de ir a las redes a ver qué pájaros habían caído, y tras retirarlos con sumo cuidado los llevamos a la mesa donde se tomaba nota de qué especies eran junto con diversos datos biométricos de cada uno de los ejemplares, colocando al final una liviana anilla metálica en uno de los tarsos y quizás, previa a la liberación, una rápida fotografía… y luego a volar. Para un loco de las aves desde la infancia como era yo, aquellas primeras sesiones de anillamiento científico resultaron increíbles por lo que aprendías, por lo que compartías. Recuerdo que aquel día alguien preguntó qué había caído en las redes. – Poca cosa, hay un Mosquitero común con el plumaje algo más apagado que el resto. Antonio, el anillador experto que nos instruía, lo cogió, lo examinó y con urgencia repentina lo volvió a meter en la bolsa y tras un – que no se escape – fue a consultar la pequeña biblioteca especializada que teníamos en la zona de anillamiento. – Es un “tristis”, el segundo que veo, comentó emocionado. Esa mañana tuvimos la fortuna de trampear un ejemplar de Mosquitero común Phylloscopus collybita de la subespecie tristis, un pequeño pajaro de apenas 8 gramos de peso y 20 centímetros de envergadura, cuyas zonas tradicionales de cría se encuentran en Siberia y Mongolia y las de invernada, en una amplia zona entre la cordillera del Himalaya e India. Esa mañana, en el Pujol Vell de l’Albufera de Valencia, un pequeño pajarillo desviado más de 6.000 (seis mil) kilómetros de su ruta migratoria habitual nos enseñaba, nos recordaba lo increiblemente sorprendente que podía ser el medio natural. 8 gramos, 6.000 kilómetros extra en su viaje. Piénsalo: Increible, fascinante, mágico.
Para alguien que no tiene el más mínimo conocimiento de psicología, pensar y leer sobre como nuestra mente asocia, disocia, relega o muestra recuerdos, ideas o emociones es tiempo perdido, pero aún así no deja de maravillar. Y es precisamente en estos días de confinamiento por el COVID, semanas donde nuestro ritmo diario ha saltado por los aires y la incertidumbre a corto y medio plazo paraliza y atenaza a muchos, cuando además parece que la observación de aves desde ventanas y balcones engancha a propios y extraños y muchas personas comienzan a ser conscientes de que nuestra naturaleza cercana es variada y rica, preciosa e interesante, es justo en estos días cuando una y otra vez vienen a mí 3 palabras, una exigua frase que como un mandamiento se ancla en mi mente, lacera mi pecho de manera incansable. Debe ser el contexto, que lo puede todo, las libertades limitadas, movimientos controlados justo a nosotros, que nos creíamos libres.
La frase, “Vivir la vida”.
Es curioso como estas 3 palabras, que ni se dirigían a mi ni yo estaba presente cuando se pronunciaron, han llegado a calar en mi interior como lección de vida como pocas otras antes, quizás por quien las decía y el momento en que se decían.
Antonio quedó con unos amigos a comer en mayo de 2017. De manera fortuita cayó y se golpeó la cabeza contra el suelo, quedando tetrapléjico y falleciendo dos años después, por culpa de aquella grave lesión medular. Unos meses antes pronunció esas 3 palabras a modo de despedida a unos amigos, los mismos con los que compartí aquel tristis, la última vez que lo fueron a visitar, sin saber que su final estaba próximo. Antonio fue muchas cosas, destacando quizás su faceta de poeta, galardonado con el Premio Internacional Fundación Loewe en 1999 y el Premio Nacional de Poesía en el año 2000, entre otros. También supo ser profesor de filosofía e imagino que muchas cosas más. Y digo imagino porque para mí Antonio fue, sobre todo, un amante excepcional del medio natural y de las aves, con avidez por compartir y mostrar lo que conocía, por contagiar su pasión. Y allí estábamos nosotros, en noviembre del 94, adictos a las alas, los vuelos, plumas, cantos o las migraciones… atentos a lo que contaban ellos, Antonio y Pepe, como aquel día del tristis, como muchos más que vinieron después. Aquellos madrugones para ir a anillar, los cafés en El Saler, montar y desmontar redes, el humor absurdo, las horas y horas de conversación, compañerismo y de vida que pasamos todos en aquellos ya lejanos días en el tiempo, próximos en el recuerdo, de pájaros y arrozal y barro y risas, que quedaron grabados a fuego para siempre. Grabados como una de las vivencias personales más intensas y gratificantes que he sentido nunca, tan importantes que a veces pienso que sin la compañía y apoyo de aquellos compañeros y amigos no habría podido amortiguar el dolor de los meses que vendrían, ni abrir libros, tomar apuntes o robar horas de sueño para estudiar.
Vivir la vida es una frase que marca nuestra existencia con una línea que debemos seguir, cada uno de la manera que sepa, se atreva, o simplemente quiera. Estamos obligados a ello, a que nuestra vida converja con esa línea, a recordar que el tiempo no es eterno y que puede acabar en cualquier instante. Todos lo pensamos cuando estamos atrapados en casa, lo que haremos una vez salgamos y que habíamos dejado aparcado, lo que disfrutaremos con aquello para lo que esta vez sí que sacaremos tiempo. Decididos a que nuestra vida pise esa marca todo el tiempo, se mantenga sobre ella buscando aquello que nos hace brillar y que nos reconforta, a no postergar nunca más besos y abrazos. Estar presente para los tuyos pero, sobre todo, para tí mismo.
Ellos siempre han estado ahí, aunque el contacto con la mayoría apenas exista y sea mínimo, pero la emoción permanece intacta en el recuerdo, más viva que la más real de las fotografías de aquellos años. Y lo mejor, sin que sean conscientes de ello en absoluto, lo que me parece maravilloso. Gracias a Pedro del Baño, a Manu y Toni Polo y a Javi Galindo, los 5 confinados en aquel Talbot Samba, que embarrados hasta el cuello empujábamos en el port de Catarroja. Luego vinieron Mª Jesús, Vicente o Silvia. Y a Pepe Lluch. Y sobre todo a Antonio Cabrera, que me enseñó de pájaros, que me emocionó con sus poesías, que me acompaña, él y todos, para siempre en mi camino. Porque los compañeros de camino no se eligen, aparecen y se ponen a andar a tu lado. Y cuando el paso es idéntico, cuando el esfuerzo es el mismo, la compañía es perfecta y el silencio no molesta, se convierten en verdaderos compañeros de vida, aunque con el tiempo se muevan lejos, tan lejos que algunos decidieron incluso volar alto como los pájaros, fuera de su cuerpo. pese a eso, siempre estarán.
Dedicado a Antonio, a todos ello y ellas. A las personas que son arco iris, que son palmera, como la de las líneas de Antonio, a las que es preciso acercarse, necesario mirar hacia arriba e imprescindible crecer gracias a ellas, de altas que son, como diría Miguel Hernández.